Una garza se aferra a una rama para no hundirse en las aguas contaminadas del Río Isabela en el barrio Capotillo (Santo Domingo, República Dominicana). EFE/Orlando Barría | Vía Peatóm
Tengo una experiencia personal en relación a qué tan lejos puede llegar el daño ambiental de una cementera instalada en donde no es debido.
Me crié en Santa Cruz, Villa Mella, una de las tantas urbanizaciones que surgieron en las afueras de la ciudad a finales de los 1970’s. Viví allí veintisiete años hasta que me casé en 2006.
Para cuando nos mudamos, la Fábrica Dominicana de Cemento Colón, ya tenía instalada treinta y tres años, sirviendo sus inolvidables fundas de cemento con una carabela—barco antiguo—dibujada de color rojo. Ese fue el primer foco de contaminación de los ríos Isabela y Ozama. Recuerdo muy bien las algas que del lado izquierdo del puente Presidente Francisco J. Peynado se avisaban. Esas algas nunca dejaban ver el río de ese lado. Cuando mis padres me llevaban al colegio, día tras día observaba el gran manto verde que lo cubría. No sé porqué, pero siempre me pareció que alguna relación tendría aquella odiosa cementera y ese manto de algas, que cual serpiente verde parecía engullirse la fuente acuífera toda.
La dichosa fábrica estaba ubicada donde hoy se alojan las oficinas principales del Metro de Santo Domingo. Siempre admiré el tamaño de las grandes chimeneas que flamantes expedían en las mañanas un humo gris con una cierta tonalidad ocre. Cuando regresaba del colegio en las tardes, el humo era negro, impregnando la atmósfera del color de la noche. En plena capacidad, el humo despedido por aquel monstruo contenía diariamente cerca de veinte toneladas de partículas de sílice. [1]
En innumerables viviendas—y en la mía también—de varios kilómetros a la redonda, el polvo se hacía presente especialmente a partir de las cuatro de la tarde, cuando a la luz del sol, en contraluz, podían apreciarse partículas de polvillo blanco.
La casa donde vivía quedaba a unos cinco kilómetros de allí. Crecí con neumonía y con incómodos ataques de asma que me asaltaban en cualquier momento. Recuerdo que era desesperante. En muchas ocasiones me despertaba sobresaltado de una tos férrea, que ya a los diez minutos asaltaba mis bronquios convertida en neumonía.
Pero nadie decía nada…
Como si todo esto fuera poco, Los Guaricanos—comunidad colindante con mi comunidad— albergaba el vertedero de Santo Domingo. Por varios años sufrimos mucho con esos dos focos de contaminación. Recuerdo las indeseables partículas negras de basura quemada que me despertaban de mi siesta vespertina luego de hacer mis tareas del colegio. O aquellas odiosas partículas negras de basura quemada que me dañaban mi trabajo visual en cartulina blanca a presentar la mañana siguiente.
Pero nadie decía nada…
Como si aún todo esto fuera poco, a los tres años de habernos mudado allí, ya en 1982, a un gracioso se le ocurrió instalar una pocilga a ciento cincuenta metros de mi casa, sin ningún tipo de regulación. Ya no era posible irme a aventurar con mis amigos monte adentro en busca de «jobos de puerco» porque el fétido vaho que despedía la odiosa e improvisada pocilga hacía imposible una aventura infantil más. No tenía ningún tipo de regulación y por más y más que reclamaron los vecinos, nada se lograba. Recuerdo que los gritos de los puercos me hacían la existencia difícil porque allá a lo lejos de mi pensamiento en horas de hacer tarea, el grito de un bendito puerco me asaltaba la subconsciencia.
Pero nadie decía nada…
Luego de una serie de brebajes que me preparaban mi madre y mi abuela: aceite de higuereta, aceite de tiburón, aceite de hígado de bacalao; aceite de culebra, Tusibron®, Fortymalt®; Vick Vaporub®, Bengué, Mentiolé; no, no ‘toy relajando, me bebí todo eso; y luego de que el Estado vendiera esa odiosa cementera, luego de que el Ayuntamiento enviara el vertedero a Duquesa, y luego de que le compraron la finca al porcicultor, y luego de innumerables oraciones a Dios, a Jehová, al Espíritu Santo, al Padre-al-Hijo-y-al-Espíritu-
En 1998 el Estado dominicano vendió la cementera del Isabela al gigante suizo Holderbank, quienes ganaron la licitación correspondiente. La cementera se mudó a Nigua, quitándonos esa bestia de encima.
A pesar de que actualmente los procesos son más limpios, y que hay más conciencia a nivel de ingeniería ocupacional y de ingeniería ambiental, no es menos cierto que en muchos casos el lucro está por encima de la necesidad de preservar intactos los recursos naturales y sus lugares circunvecinos.
Nuestros recursos naturales necesitan respirar, debemos preservarlos. Las zonas protegidas de nuestro país y sus cercanías inmediatas no soportarían una cementera, que aunque tenga tecnología de punta de alto nivel, tarde o temprano terminará afectando nuestra principal fuente acuífera. No dejemos que nos la invadan.
No nos oponemos a la instalación de cementeras, pero sí estas deben estar ubicadas lejos de las zonas protegidas de nuestra tierra.
No nos quedemos callados, alcemos nuestras voces y defendamos lo poco que nos queda, defendamos al Parque Nacional Los Haitises. No somos dueños de la naturaleza para disponer de ella a nuestro antojo, pertenecemos y nos debemos a la naturaleza.
Notas:
[1] Molina, Andrés. 1991. “Ecología, política, sociedad”, en Quehacer científico I: lecturas. Nélida Cairo Zabala, Fernando Ferrán Bru, César Cuello Nieto, eds. Santo Domingo: Instituto Tecnológico de Santo Domingo, 308.
Natanael Disla
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Santo Domingo, República Dominicana
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