domingo, 15 de marzo de 2009

LA NEUROSIS EXISTENCIAL



Traemos a nuestras páginas a Agustín López Tobajas. No es doctor, ni aficionado a la naturopatía ni nada parecido. Es un experto en la Tradición Primordial. En esta entrevista nos explica que nuestro mundo está enfermo. Físicamente, sí, pero, sobre todo, nuestro mundo está enfermo espiritualmente...


Agustín López Tobajas es uno de los más lúcidos introductores en España de lo que se conoce por Tradición Perenne. Podríamos definirla, como dice el propio Tobajas, como “el legado procedente de una revelación primordial que las diversas culturas y civilizaciones han ido transmitiendo a sus descendientes a lo largo de la historia; legado que se articula en una serie de doctrinas, métodos y pautas para la realización espiritual que, adaptándose a las particulares circunstancias de cada cultura son, sin embargo, idénticos en lo esencial como expresiones diversas de una Verdad única”. López Tobajas es traductor especializado en tradiciones espirituales y ciencias de las religiones. Fue codirector de la revista Axis Mundi (1994-2000) y de la colección «Orientalia» (Editorial Paidós). En la actualidad, coordina el Círculo de Estudios Espirituales Comparados. Ha publicado recientemente Manifiesto contra el progreso (José J. de Olañeta, Editor), un contundente volumen en el que el autor explica muy bien por qué el mundo actual camina hacia su destrucción, si bien, para López Tobajas, «la catástrofe, en definitiva, no es que Occidente se hunda, sino que subsista», pues «que el mundo moderno se desmorone es, en todo caso, la única esperanza para quienes mantienen viva alguna fe en la humanidad». Tal vez algún lector se sorprenda de que no traigamos a nuestras páginas a un doctor, sino a un especialista en la Tradición Primordial. Pero, ¿cómo puede vivir saludablemente un mundo corrompido espiritualmente hasta el tuétano? ¿Existe la salud en un mundo enfermo? Tal vez el camino esté en escapar a Oriente, sí, pero, como muy bien dice Agustín López, «un Oriente que no se encuentra, ciertamente, en los mapas, y al que los pueblos de todos los tiempos han nombrado de formas diversas: Ítaca, Hiperbóreas, Avalon, Shambala, Thule, Salem, Aztlán, Hurqalyá... Ese «Oriente, que nada tiene que ver con nuestra geografía física, es el lugar por donde despunta, en el alma extranjera capaz todavía de nostalgia, la luz del dios que le ha de salvar».



-Creo que, como muy bien dice, los mayores problemas que hoy asuelan a nuestro planeta y a la Humanidad no son la energía nuclear, los alimentos transgénicos, la polución química o un sistema sanitario basado en el fraude de las empresas farmacéuticas, sino los paradigmas que nos han conducido hasta aquí. ¿Cuándo y cómo surge una sociedad que está arrastrando al planeta y a todos sus habitantes a la destrucción?
-Es difícil responder a esa pregunta de forma muy concreta. Tal vez la historia de la humanidad sea la historia de una continuada decadencia desde sus orígenes hasta la actualidad. Ya sé que esta tesis será inaceptable o ridícula para muchos, pero nuestra visión de la historia puede estar llena de prejuicios, empezando por la generalizada idea de que el nivel de desarrollo tecnológico es una medida del nivel de inteligencia. Acaso sea más bien lo contrario. De cualquier modo, parece claro que el Renacimiento supuso una ruptura con lo que podríamos llamar el «mundo tradicional». El Renacimiento fue una época brillante en ciertos aspectos, pero su «humanismo» llevaba implícita una
gran dosis de orgullo y arrogancia, un cierto titanismo que ha marcado decisivamente toda la historia posterior de Occidente. La Ilustración, afirmando los derechos absolutos de la razón, fue un peldaño más en la caída. Otro salto se produciría con la Revolución Industrial; ahí comienza el imperio de la máquina y se consuma un cambio radical en la forma de vida. Es decir, limitándonos a los últimos siglos, más que un momento decisivo, habría ―yo creo― un hundimiento progresivo con saltos más o menos significativos. Cabría preguntarse por qué la conciencia occidental decidió emprender ese camino frente al resto de civilizaciones y culturas, pero yo, por supuesto, no tengo respuesta para eso... No lo sé. En todo caso, ni la modernidad es el Mal absoluto, ni las culturas premodernas son el Bien absoluto. Para mí la cuestión es que el progreso nos ha arrebatado un mundo que, con todas sus limitaciones, era cien veces preferible a éste con todos sus «avances». De hecho, aquel mundo permitía o hacía posible el acceso al sentido, a la plenitud espiritual, y el que ahora vivimos parece empeñado en impedirlo. Ésa es la diferencia.

CAMINO DE LA ENFERMEDAD

-En el contexto de lo sanitario, como en tantos otros, parece que el desarrollo económico nos conduce a vivir cada día menos y peor. Se multiplican las pandemias, crece el número de pobres, las hambrunas azotan a los países empobrecidos, la sequía amenaza a miles de millones de personas, somos más estériles, se disparan las tasas de enfermedades degenerativas y las enfermedades mentales devastan a la población. Todos estos problemas tienen un claro origen antropogénico. Usted señala que «hablando en términos generales, la riqueza no genera más que estupidez y perversión». ¿Y decadencia y enfermedad?
-También, por supuesto. Pero yo no pretendo decir que sólo el ansia de riquezas tenga la culpa de todo; ésa sería una tesis propia de un marxismo moralizante. Quiero decir, más bien, que la obsesión por el desarrollo económico genera, junto con otras circunstancias, el olvido de lo esencial, y eso acarrea «perversión», pero no sólo en un sentido moral sino, más bien, metafísico; perversión como voluntad de quebrantamiento de las leyes que regulan la relación del ser humano con el cosmos y con el Espíritu. La «estupidez» a que me refiero en el Manifiesto es básicamente el olvido por parte del ser humano de lo esencial de sí mismo, de su origen y su destino. De esas actitudes mentales básicas nacen, en última instancia, todas las miserias que aquejan a los hombres.



–Usted afirma que «la ciencia asume actualmente el papel que antaño desempeñó el aspecto exotérico de las religiones en el campo de las creencias». Es decir, que los dogmas de la Iglesia han sido sustituidos por dogmas tecnocientícos. Y, al fin y al cabo, el pueblo sigue sumergido en el mundo de las supersticiones.
-Sí, pero hay algo que cambia: al margen de las diferencias en el contenido entre unos dogmas y otros ―asunto en absoluto desdeñable―, los dogmas de la Iglesia eran reconocidos como tales; nadie pretendía que fueran razonables o evidentes. Eso establecía una distancia entre el individuo y el dogma, distancia que garantizaba la libertad interior de cada cual para aceptarlo o no, al margen, claro está, de las posibles imposiciones autoritarias de la Iglesia en el marco social. En la modernidad, esa distancia ha desaparecido, los dogmas científicos se introducen en las conciencias como si de verdades demostradas y evidentes se tratase. Pensemos, por ejemplo, en el evolucionismo. Casi nadie sabe nada de las teorías evolucionistas, pero todo el mundo las acepta con una fe inquebrantable. Al margen de su verdad o falsedad, el evolucionismo es, por encima de todo, una creencia, un dogma del que se ignora su carácter de tal. Podríamos analizar otros muchos. «Científico» se ha convertido en sinónimo de «verdadero», cuando curiosamente las teorías científicas cambian cada dos por tres. La sociedad contemporánea se cree intelectualmente libre, pero en realidad está más imbuida de creencias y prejuicios que cualquier otra sociedad de tiempos pasados. A la inversa, se consideran supersticiones conocimientos que hoy no son operativos, sin pensar que pudieron serlo en el pasado. Por ejemplo, la utilización de fuerzas sutiles o suprafísicas con fines curativos. Es muy probable que ciertas prácticas terapéuticas que hoy se ven como supersticiones funcionaran realmente en su momento, aunque, debido a eso que René Guénon llamó la «solidificación», es decir, la progresiva insensibilidad de la materia a las energías suprafísicas, puedan ahora no ser eficaces. Y, dicho sea de paso, habría que prevenir contra ciertos embaucadores que pretenden desenterrar prácticas curativas de tiempos pasados o incluso de culturas desaparecidas y se atribuyen poderes de los que carecen por completo. Naturalmente no estoy diciendo que todos los métodos de curación tradicional hayan perdido su antigua eficacia, ni mucho menos, pero no habría que ser tan crédulos como para ponerse en manos del primer «sanador alternativo» que se cruce en el camino.

LA SEDUCCIÓN DE LA MENTIRA

-¿Cómo el mundo puede vivir tan engañado? Los medios de información vomitan a cada instante cantos de sirena sobre los supuestos avances de la ciencia y la tecnología. Pero la epidemia de cáncer se dispara. Dos de cada tres estadounidenses padecerán cáncer a lo largo de su vida. Y esto es sólo un ejemplo. ¿Es el equivalente a las promesas del faraón de que se habla en el islam?


-La capacidad de seducción de la técnica es muy fuerte. La modernidad, dando la espalda a la transcendencia, ha creado un
gran vacío en el interior de los hombres, un hueco que sentimos la necesidad de llenar como sea y con lo que sea. La ciencia y la técnica ofrecen la ilusión de colmar ese vacío con algo tan inmediatamente constatable como el poder sobre la materia; al margen de sus consecuencias ulteriores, la ciencia y la técnica tienen una eficacia a nivel inmediato: aparentemente «funcionan»; de ahí su poder de convicción. Por ejemplo, es indiscutible que se inventan remedios para ciertas enfermedades; otra cosa es que el sistema que hace posible esos remedios genere continuamente males mucho mayores que los que consigue ir evitando. Pero la relación del sistema con los males que provoca no es nunca tan perceptible como la relación con los remedios que inventa. Los «efectos colaterales» se presentan siempre como anomalías evitables, cuando en realidad son parte ineludible del proceso de producción de los «remedios». Ahora bien, no habría que deformar las cosas para ajustarlas más fácilmente a nuestro esquema; los métodos de la medicina oficial pueden ser brutales, pero no nos engañemos: a su manera funcionan y, en algunos casos, puede incluso ocurrir que sean los únicos que funcionan, pues el ser humano puede haberse «solidificado» hasta tal punto que sólo responda a estímulos particularmente violentos. Con esto no estoy defendiendo necesariamente la utilización de tales métodos. Por ejemplo, pueden no gustarnos los trasplantes de órganos; de hecho, yo creo que los trasplantes deberían hacer estremecerse a cualquier mente normal al mismo nivel que las prácticas de una tribu de antropófagos, pero, a nivel inmediato y al margen de sus repercusiones a nivel social (mercado de órganos, etc.), funcionan. La cuestión es que no todo lo que «funciona» es legítimo. Hay quienes se empeñan en que sólo los métodos alternativos son eficaces y que los oficiales son ineficaces. Me parece que ésa es una forma de seguir practicando el culto a la eficacia, que es uno de los pilares de la barbarie tecnológica. Hay que entender que hay cosas en la modernidad que son eficaces, pero no por ello son admisibles. La eficacia no puede ser nunca el criterio supremo, ni siquiera en medicina. Volviendo a la seducción, hay otro hecho importante: la mayor parte de los seres humanos ven lo que la ciencia, la tecnología o el llamado progreso, en general, nos da, sea bueno o malo, pero no pueden ver lo que nos quita. Y no lo ven por la sencilla razón de que lo que se nos ha quitado ya no está ahí, y lo que no está ahí no puede verse; se podría, en todo caso, recordar (con una memoria más ontológica que psicológica), pero los mecanismos sociales, con su permanente tensión hacia el futuro, se ocupan de borrar todo recuerdo que supere el nivel del dato. El pasado está muerto, se nos repite hasta la saciedad, cuando, en realidad, todo lo que somos es pasado.

LA RAZÓN DE SER DE LA ENFERMEDAD

-Además, la absoluta medicalización de la enfermedad hace que se pierda, en cierto sentido, parte de su razón de ser. De igual manera, la muerte desaparece del mapa. Es como si no existiera. Es como si fuéramos a tener una vida eterna. Pero la enfermedad y la muerte también cumplen una función, al menos desde el punto de vista de la Tradición.
-Naturalmente. Hay enfermedades que podríamos llamar «artificiales», es decir, que están generadas por las transgresiones del orden cósmico, pero hay otras «naturales», provocadas por el desgaste natural de los organismos o, sencillamente, por el destino de cada ser vivo. Por supuesto, es lógico y natural que si uno está enfermo trate de curarse y de evitar la enfermedad mediante unos métodos proporcionados a nuestra naturaleza; pero tratar de esquivar la enfermedad y la muerte a toda costa, a cualquier precio y por cualquier método, se ha convertido en una obsesión tan delirante como inútil. Nos guste o no, ser hombre implica de forma necesaria la enfermedad y la muerte. Esto es una obviedad, pero a veces parece que se olvida. En consecuencia, tendríamos que aprender a aceptarlas. Hay limitaciones que no podemos superar; se trataría entonces de orientarlas en la dirección adecuada. Hay que recuperar para la enfermedad y la muerte el sentido que la modernidad les ha expropiado.

-Le cito: «Tomando elementos dispersos de aquí y de allá, se fabrica un yoga que ignora el hinduismo, un zen que no tiene nada que ver con el budismo o un sufismo escindido radicalmente del islam». El yoga es como gimnasia; el sufismo, poco más que una danza (mal ejecutada); el taoísmo, artes marciales… El tantra se utiliza para incrementar el placer sexual… Pero nadie se detiene a orar, ni se bendicen los alimentos (ni siquiera los ecológicos) y, mientras se utilizan tecnologías solares, nadie agradece al astro rey su luz cada mañana… Es la cultura del sucedáneo…


-Sí. Socialmente, vivimos en una falsificación perpetua. Y los movimientos alternativos, ecologistas, espiritualistas y similares no están libres de ello. Yo hago bastante hincapié en esto, y tal vez quienes lean mi Manifiesto contra el progreso piensen que la tengo tomada con los ecologistas, pero no es así. Lo que ocurre es que la perversión del «sistema» o la locura de Bush son más o menos evidentes, y, frente a eso, se tiende a pensar que todo lo que en apariencia se opone al sistema es bueno. Pero eso es simplificar las cosas. La espiritualidad New Age es un perfecto ejemplo de falsificación. Y los movimientos «alternativos» de diversa índole lo son también en
gran medida, aunque, naturalmente, está claro que hay ecologistas y ecologistas… El caso es que se ha perdido de vista lo esencial y se han absolutizado elementos tal vez importantes pero secundarios. Todo el mundo se preocupa por la salud del cuerpo, y no es que eso esté mal, pero el cuerpo absorbe toda la atención y no queda espacio para la salud del alma. Nos preocupamos por la estricta pureza biológica de lo que comemos y luego alimentamos el espíritu con basuras. Recogiendo lo que usted decía: ¿qué es más sano, comer los productos de cualquier supermercado con una conciencia de humildad y agradecimiento a Dios o comer productos de herbolario, con certificado biológico, con una conciencia meramente «química» de los procesos biológicos de la alimentación? Se podrá responder que las dos cosas juntas. Vale. Pero la cuestión es dónde ponemos el énfasis. Y, en la situación actual, yo pondría el énfasis en lo primero. Buda se alimentaba con lo que las gentes le echaban en su cuenco; no creo que su dieta fuera muy equilibrada. Pero llegó a la iluminación. De nada sirve cambiar las energías contaminantes por energías limpias si el hombre no empieza por limpiar su alma. Una actitud espiritual correcta da lugar (en términos generales y dentro de ciertos límites) a una relación correcta con el mundo físico, pero no está tan claro que lo inverso sea siempre tan cierto. No me parece descabellada la posibilidad de que un mundo técnicamente limpio sea espiritualmente un infierno. Habría que tenerlo en cuenta...

EL TEMPLO…
–En general, ¿cómo ve la salud y la enfermedad en el mundo de la Tradición? ¿Debería ser vista a la luz de la idea de que lo orgánico y el no visto forman una unidad? Si todo lo orgánico que existe sobre la faz del Universo, forma parte del Templo… no es ético profanarlo, ¿no?
-Particularmente, no creo que se pueda hablar del «mundo de la Tradición» como una unidad monolítica, aunque muchos así lo pretendan. En consecuencia tampoco la salud y la enfermedad me parece que tengan un significado unívoco en todas las culturas. Supongo que en general se ha buscado un equilibrio entre cuerpo y espíritu, pero eso tendría sus matices y, desde luego, no implica ponerlos en un mismo plano. Piense que también hay tradiciones para las que la materia, y por tanto el cuerpo, no dejan de ser algo más o menos irreal; e incluso otras que lo satanizan. Yo no diría que eso está ni bien ni mal. Cada cultura es un complicado entramado de compensaciones y de sutiles equilibrios, y lo importante es que la resultante global tienda hacia arriba, por decirlo de algún modo. Extraer de ese entramado pautas o actitudes concretas, ya sea respecto a la salud o a cualquier otra cosa, para juzgarlas desde nuestros particulares criterios culturales, me parece un disparate. Ahora bien, sea cual sea la actitud de unas u otras sociedades tradicionales respecto de la salud, todas, sin excepción, parecen haber tenido muy claro algo que ahora se olvida: que hay un orden de prioridades y que la salud física está siempre subordinada a la salud espiritual.

–En Occidente, que, como Oriente, tampoco es una zona geográfica, sino, más bien, un estado mental… hay muchos hospitales y ambulatorios, también muchos asilos y guarderías. Las personas viven cada vez más aisladas. Las familias se descomponen. En la historia de nuestra especie, parece evidente que jamás se vivió una época tan lúgubre. Los psicólogos señalan que divorciarse es reforzar la autoestima. ¿Es la propia sociedad la que está enferma?
-En efecto: tenemos muchos hospitales, muchos ambulatorios, muchos asilos, muchas guarderías... tenemos mucho de todo. Y cuanto más tenemos, menos somos. Pensamos que todo se arregla con más medios, más desarrollo, más técnica, más información... «Más» parece la palabra mágica de nuestra cultura, con la que creemos poder hacer todo tipo de milagros. Es el delirio de la acumulación. Pero esa acumulación, aparte de estar construida sobre el expolio y la esquilmación del llamado Tercer Mundo, es decir, sobre el hambre, la miseria y la muerte de millones de personas, no es fuente de soluciones sino de nuevos problemas. Y, sobre todo, hemos olvidado algo fundamental: que la dignidad humana no se mide por lo que el hombre es capaz de acumular sino, justamente al contrario, por aquello de lo que es capaz de prescindir, por todas las cosas inútiles o superfluas a las que sabe renunciar para poder centrarse en lo esencial. Una sociedad sana sería una sociedad que reduciría al mínimo sus necesidades materiales y, por tanto, sus medios técnicos; sería una sociedad capaz de conformarse con lo estrictamente necesario. Parece que ahora hay mucha preocupación por hacer compatible el equilibrio ecológico con el desarrollo y la riqueza. Yo creo que con lo que habría que hacer compatible el equilibrio natural es con la sencillez y la austeridad; y eso, por cierto, no plantea ningún problema ni exige ningún esfuerzo; no requiere ningún «más»; en realidad, ni siquiera requiere ningún «hacer»: se hace por sí solo. Me parece que estaríamos física, mental y espiritualmente más sanos si, en lugar de plantearnos siempre lo que tenemos que hacer, nos planteáramos también lo que tenemos que dejar de hacer.


–En definitiva, ¿puede haber salud orgánica sin salud espiritual? Y ¿cómo «orientarse» espiritualmente en un mundo en el que han saltado por los aires los cuatro puntos cardinales del alma? ¿Qué necesitamos? ¿Hospitales o, con perdón, verdaderos maestros (nada que ver con los gurus sectarios, of course, de los que ya he conocido algunos, ja ja)?
-En cuanto a lo primero, supongo que algunos pensarán ―¿tal vez un poco mecánicamente?― que no, que no puede haber salud orgánica sin salud espiritual. Sin embargo, yo no estoy tan seguro de que sea necesariamente así. Ya hablé antes de la posibilidad de que el mundo moderno llegue a crear una sociedad físicamente limpia, aunque espiritualmente muerta. ¿Por qué no? Hay una relación entre el mundo físico y el espiritual, por supuesto, pero si entendemos esa relación como un automatismo rígido corremos el riesgo de entender que una persona espiritualmente sana no puede estar nunca enferma, que un enfermo crónico está destinado al infierno o que un individuo perverso tiene que pasarse la vida en la cama. La ausencia de esa correlación automática es molesta porque dificulta y complica nuestra comprensión de la realidad, pero es así. No podemos negarle a priori a la ciencia y la tecnología la posibilidad de crear un mundo de energías limpias, un mundo saludable e higiénico, en el que todos sean zombis satisfechos contemplando la televisión y saliendo los fines de semana en coches no contaminantes a hacer «turismo verde». ¿Y qué pasa si un mundo espiritualmente muerto es capaz de generar un cierto nivel de salud física? Ése, si se alcanza, será ―yo creo― el más diabólico de los mundos, pues su capacidad de fascinación será máxima. De forma paradójica podríamos decir que, mientras haya contaminación hay esperanza. No estoy diciendo que esté a favor de la contaminación, claro está; estoy diciendo que, peor todavía que un mundo contaminado sería un mundo feliz, higiénico, sin disfuncionalidades, formado por seres «humanos» sin alma, pero cívicos y pulcros, cuyas aspiraciones se reduzcan a lo que el sistema pueda proporcionarles y sin motivo ninguno para lamentarse. Quiero decir, en definitiva, que hay una escala de prioridades y que me parece un error fatídico ―y extremadamente extendido en la actualidad― conceder más importancia a unos pulmones limpios que a un alma limpia. Vivimos ahora una obsesión por la salud que me parece lo menos saludable que pueda imaginarse y que genera actitudes paranoicas, como, por ejemplo, la actual obsesión antitabaquista (y quede claro que yo no fumo). Tampoco me parece que sea muy acertado buscar la salud espiritual para poder tener salud física, porque eso es convertir el fin en medio y el medio en fin. Hay que tener claro qué es lo esencial y qué lo secundario. En cuanto a cómo orientarse espiritualmente en nuestro mundo, no puedo responder a eso, pues no tengo ni idea. Habría que preguntárselo a un maestro espiritual, supongo. Vivimos en un caos absoluto y nuestra «espiritualidad» es una muestra patente de ello. Entre unas tradiciones espirituales cada vez más entregadas, por un lado, a la modernización y el racionalismo o, por el lado contrario, al integrismo, y una Nueva Era carente del más mínimo discernimiento, vivimos ya una auténtica inversión de la espiritualidad. No podemos esperar que en una sociedad en la que ni siquiera existen «verdaderos discípulos» vayan a surgir «verdaderos maestros». Tal vez sólo quede recurrir a la interioridad de cada uno, pero ahí está el ego perpetuamente al acecho...

ESCAPAR DE BABILONIA
–Todo parece indicar que nos encontramos, desde hace tiempo ya, en el Final de los Tiempos. Usted reconoce que escapar de Babilonia es difícil porque, citando a Hölderlin, manifiesta que «cercano y difícil de captar es el dios; pero donde abunda el peligro, crece también aquello que salva». ¿Es nuestra gran oportunidad? ¿La enfermedad del mundo y nuestras enfermedades pueden ser una metáfora para huir de una vez por todas?
-Para no dar pie a equívocos, aclararé que, como digo en el Manifiesto, no se trata de huir de la realidad, sino de huir a la realidad, pues este mundo es la expresión misma de lo irreal. Parece, ciertamente, que la Providencia no nos abandona del todo y siempre, en alguna parte, crece aquello que salva, como decía Hölderlin. Es verdad. Pero hay que encontrarlo. ¿Dónde? Como afirma el dicho sufí nos empeñamos en buscar fuera de casa lo que hemos perdido dentro porque fuera «hay más luz». A mí me da la impresión de que no hay más lugar de búsqueda que el alma, por oscuro que ahí esté el panorama. El problema de Occidente no es que haya perdido la salud sino que ha perdido su alma. Algunos psicólogos postjunguianos hablan de making soul, literalmente «hacer alma». No es una expresión que me guste, pero creo que apunta a una necesidad muy real: nos hemos convertido en seres desarraigados, que no sabemos de dónde venimos ni adónde vamos y, lo que es mucho peor, que ni siquiera nos preocupa no saberlo. Ésa es la enfermedad fundamental: hemos perdido el alma, la hemos vendido, como
Fausto, al demonio del «progreso» a cambio de un espejismo de felicidad que no nos proporciona más que frustración y desesperanza, vaciedad y depresión. Reintegrar nuestra vida, curar y reconstruir nuestra alma agonizante: ésa es, a mi entender, la única urgencia verdadera; lo demás, con todos los respetos, me parecen poco más que nimiedades.

Pedro Burruezo


Entrevista a Agustín López Tobajas. La tradición perenne


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