domingo, 11 de enero de 2009

ABRA SU CORAZON A LOS DEMAS 2 DE 3



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En el libro Recuperar el corazón, el cardiólogo norteamericano Dean Ornish presenta los resultados de un estudio científico, basado en 14 años de investigaciones, en las que participaron decenas de pacientes con enfermedad coronaria. Fruto de esas labores, Ornish aporta un programa de curación del corazón a nivel físico, emocional y espiritual, sin fármacos y sin intervención quirúrgica, sólo con cambios en el estilo de vida. Esto incluye revisar nuestra forma de relacionarnos, abrir el corazón, aprender a comunicarnos, hacer el bien, manejar el estrés, entre otras.


ALTRUISMO, COMPASION Y PERDON


El altruismo, la compasión y el perdón son también instrumentos poderosos para contribuir a corregir su aislamiento frente a otros y para aumentar nuestro propio poder. A menudo cedemos nuestro poder a la persona o los individuos a quienes más antipatía profesamos.


En 1977, el primer día de nuestro primer estudio, uno de los participantes llegó a la conclusión de que profesaba intenso odio a otro paciente incluido en el estudio. Los dos hombres comenzaron a gritarse, y casi se fueron a los golpes, hasta que ambos sintieron intensos dolores en el pecho y se les dobló el cuerpo. Un hombre se llevó la mano al pecho, salió corriendo de la habitación y golpeó la puerta, y el otro hecho mano de la nitroglicerina. Temí que esta escena fuese el final de mi brevísima actuación en el mundo de la investigación.


Después de que ambos se calmaron, conversé individualmente con ellos, y señalé que cada uno estaba cediendo su poder –y su salud- a la persona que menos le agradaba. El dolor de pecho que cada uno estaba experimentando podía usarse para recordarles que estableciesen la relación entre el momento en que sufrían y la razón de su malestar.


Les pedí que comenzaran a ejecutar tareas de ayuda mutua, no para recibir premios, ni para ir al cielo, mejorar su karma, ser buenas personas, ni para recibir cualquier recompensa externa; y tampoco para lograr que el otro estuviese en deuda, sino más bien porque esa actitud era lo que ayudaría a aumentar el poder de cada uno, y facilitaría que ambos se viesen liberados de su sufrimiento. De modo que cada uno comenzó a ocuparse de llevar al lavadero la ropa del otro, o entre otras cosas, aceptaron diligencias de beneficio mutuo. Aunque nunca llegaron a ser amigos íntimos, no hubo más episodios de dolor de pecho.


El altruismo, la compasión y el perdón –abrir nuestro corazón- pueden ser medios potentes de curar el aislamiento que lleva al estrés, el sufrimiento y la enfermedad. En otras palabras, el altruismo, la compasión y el perdón pueden ser cualidades que actúen en beneficio propio, pues nos ayudan a evitar nuestras limitaciones y aumentan nuestra fuerza.


Un tema recurrente en este libro es que la paz y la felicidad duraderas no son algo que consigamos; ya las tenemos, hasta que las perdemos. En ese sentido, el comportamiento “generoso” es el modo más “egoísta” de comportarse, pues mantiene nuestro sentido de paz y alegría interiores.


La compasión y el perdón suministran fuerza y facilitan la curación tanto del dador como del destinatario.


En 1975, cuando yo era estudiante de primer año de medicina, asistí a un taller dirigido por la Dra. Elisabeth Kübler-Ross, una psiquiatra bien conocida por su labor precursora con los moribundos. Imaginé que eso era algo que yo necesitaba aprender, pues en pocos años más estaría trabajando con pacientes gravemente enfermos y moribundos. Asimismo, sentía una fascinación oculta por la muerte después de habérmele acercado tanto durante mi primer año en la universidad.


Esperaba un taller donde la Dra. Kübler-Ross diría: “Deben tratar así a los moribundos”, primer paso, segundo paso; una conferencia didáctica con pizarrón y diapositivas. La realidad fue muy diferente.


La Dra. Kübler-Ross dijo: “Cuando uno trata con personas que están muriendo y temen morir, ellas evocan nuestro propio sufrimiento y nuestros propios temores con respecto a la muerte. Por consiguiente el verdadero problema no es aprender determinada técnica, sino más bien ponerse en contacto con nuestros temores y nuestro sufrimiento, con nuestra preocupación sobre la muerte, para trabajar sobre eso. De lo contrario, si uno entra en el cuarto de alguien que está muriendo o que sufre, la compañía de esa persona evocará en uno mismo todos esos sentimientos. Y la persona lo sabrá y percibirá la incomodidad que usted siente, y por lo tanto se cerrará con el fin de protegerlo. De modo que ustedes no podrán ayudarlos mucho”. Eso parecía lógico.


Allí había unas sesenta personas, una extraña reunión de sacerdotes, psicoterapeutas, moribundos y unas pocas enfermeras. En ese lugar yo era el único estudiante de medicina y el único futuro médico.


La técnica que la Dra. Kübler-Ross utilizaba para ayudar a la gente a ponerse en contacto con sus temores y con su dolor emocional –lo que ella denominaba “la faz oscura”- consistía en ordenar a la gente que golpease un colchón y una guía telefónica con un gran trozo de caño de goma. Los cuatro primeros días me senté y observé de qué modo estas personas de modales corteses se acercaban al colchón, y ante mis propios ojos se convertían en una especie de Charles Manson de gestos desordenados. Comenzaban a golpear el colchón con tanta furia y enojo que la escena me sobresaltaba y asustaba. La Dra. Kübler-Ross estaba sentada cerca, y en actitud serena permitía que el proceso se desarrollara, e incluso lo alentaba.


Los cuatro primeros días observé la escena con cierto distanciamiento, como si se tratara de observar una representación teatral. El episodio era muy dramático, y por lo tanto, me parecía muy interesante, pero recuerdo haber pensado: “Como he sobrevivido a mi crisis espiritual en la preparatoria, ya estoy en contacto con mi propia sombra y mis demonios interiores, y en verdad no necesito hacer esto”.


Y entonces, el ultimo día pensé: “Bien, mira, Dean, nunca sabrás en realidad qué significa esto, a menos que lo ensayes. No conoces aquí a ninguna de estas personas, y tal vez no se te ofrezca otra oportunidad. No pienso lastimarte, de modo que, ¿por qué no lo intentas?”. Mi curiosidad gano la partida.


De modo que me acerqué a la esterilla y a la guía telefónica. Pero sencillamente no pude hacerlo. Dije: “Lo lamento Elisabeth, pero esto me parece realmente tonto. No me agrada mucho la sensación de estar golpeando el colchón”. Y ella contestó: “Vea, Dean, usted tiene una buena imaginación. ¿Por qué no piensa que está golpeando a alguien en lugar de descargar los golpes sobre una estera?”. Y yo contesté: “Bien, sucede que no estoy enojado con nadie”. (Y sobre mi cabeza refulgió una pequeña aureola…) Ella preguntó: “¿Nunca estuvo enojado con alguien… un miembro de la familia, un amigo, algún profesor?”. “Por supuesto”. “Entonces, cierre los ojos y finja que está golpeándolo con este pedazo de caño de goma. No se preocupe… a decir verdad, no está lastimándolo; esto sucede sólo en su imaginación”.


Cerré los ojos, y me sorprendió comprender que aún alimentaba cierto sentimiento de cólera frente a distintas personas, mi profesor de química orgánica en la universidad, una ex amante, un ex compañero de cuarto en la universidad, y uno de mis hermanos, entre otros. Me dije: “Si ejecutarás hasta el final este ejercicio, no te guardes nada, porque de ese modo podrás aprender todo lo posible”.


De modo que imaginé que estaba golpeando a esas personas con el caño de goma, de a una por vez. En cada caso, la pauta era más o menos la misma. Yo les pegaba, y ellos reaccionaban al principio asombrados, después impresionados y más tarde con incredulidad. “¿Qué te sucede, qué esta pasando?”. Después, reaccionaban coléricos, y se mostraban dispuestos a responder a los golpes. Por lo menos en esta imagen, finalmente yo los superaba, y ellos reaccionaban tratando de avivar mi sentimiento de culpa: “¿Cómo puedes hacerme esto?”. Ese era el fin del episodio, y yo pasaba a la persona siguiente. Todo era muy brutal, y yo me sentía chocado y disgustado conmigo mismo. (Incluso ahora, para mí es difícil narrar por escrito el asunto.) Pero yo me decía constantemente: “Si quieres descubrir algo útil, no te detengas ante nada”.


Después de veinte o treinta minutos de esta actividad, estaba bañado en sudor. Tenía ampollas en las manos. Había destrozado varias guías telefónicas, y aún no me sentía mejor. En realidad, me sentía mucho peor, por dentro y por fuera. Y pensé: “Bien, esto es muy interesante. Aprendí que ventilar la cólera no me libera de ese sentimiento, sólo alimenta y acentúa el enojo. Y es muy útil saberlo”. (Pocos días después del taller, otro de los participantes se suicidó, quizás una lección trágica que demostraba que ventilar la cólera no es suficiente para liberarnos.)


De modo que dije: “Bien, Elisabeth, creo que sé a qué atenerme. Gracias por esta experiencia. En realidad, no me siento muy bien, pero aprendí algo muy importante”. La Dra. Kübler-Ross es una persona muy intuitiva, y preguntó: “¿Esta seguro de que no excluyó nada?”. Y contesté: “Estuve castigando el colchón durante los últimos treinta minutos. ¿Qué pude haber omitido?”. Ella contestó: “Píenselo bien”.


De modo que pensé un poco más al respecto, y recordé una conferencia que el swami Satchidananda nos había ofrecido unos seis meses antes; entonces nos relató la historia de un hombre que descubrió a Dios a través del odio puro a Dios, contrapuesto al amor puro a Dios. Jamás había escuchado nada parecido en las tradiciones occidentales, y por consiguiente en aquel momento me pareció que el relato era ilógico. Hay muchas tradiciones occidentales sobre el modo en que la pureza del amor de un individuo lo lleva al amor o a la paz; pero nada acerca del odio puro.


El hecho es que la pureza del sentimiento –incluso de un sentimiento negativo- puede operar un efecto de transformación si se lo orienta negativamente. La intensidad de la energía negativa puede encauzarse hacia algo más positivo. Mostrarse indeciso, confundido y paralizado en medio del camino, ni aquí ni allá, no nos lleva a ninguna parte. Cuando uno realmente odia a alguien o algo, concentra la atención en eso, en cierto sentido, uno medita sobre eso. Aquello sobre lo cual usted meditó comienza a manifestarse en su vida. Como alguien dijo cierta vez: “Elija con cuidado a sus enemigos, porque uno tiende a convertirse en ellos”.


Pensé: “Bien, veamos si lo que dijo el Swami es cierto. De modo que imaginé al Swami de pie junto a mí. Como no sentía mucha cólera dirigida contra él, era muy difícil experimentar la motivación necesaria para golpearlo. Recordé que esto era nada más que un ejercicio, que no estaba sucediendo en realidad, y que por lo tanto todo estaba bien.”


Así que imaginé que lo golpeaba con el caño de goma, cuando en realidad lo descargaba contra el colchón. Y me pareció una escena real, no un ejercicio, en ciertos aspectos, era “más real que lo real”. Era como si él y yo fuésemos allí las únicas personas. Primero, comencé a pegarle en las piernas y en la mitad inferior del cuerpo. Y era muy extraño, a diferencia de las otras personas que habían recorrido las diferentes etapas del shock y la incredulidad, y habían contestado a los golpes, sintiéndose abrumadas, él permanecía allí, de pie, enfrentándome directamente con los brazos a los costados; y permitía que le golpease el cuerpo con el caño de goma. ¡Comprobé que me encolerizaba el hecho de que él no respondiese a los golpes! Y después, empecé a enojarme conmigo mismo –a detestarme- porque estaba castigándolo. Pero insistía en mi actitud. Me dije: “Bien, puedes continuar, nunca llegarás a saber si esto tiene algún valor a menos que llegues al final del ejercicio”.


Después, levanté la mirada y pude ver las lágrimas que bajaban por sus mejillas. Y comprendí que no lloraba porque yo estuviese lastimándole el cuerpo con el caño de goma. El único modo de describir el episodio era que se trataba de lágrimas de compasión pura. Y yo nunca antes había realizado la experiencia del amor y de la compasión incondicionales. Aunque él no hablaba, yo alcanzaba a oír que decía con mucha claridad (pues eso de todos modos estaba en mi mente): “Pobre niño ignorante. No sabes comportarte mejor”. Sin el más mínimo atisbo de actitud protectora. Sólo amor y compasión puros.


Y en ese punto sentí que yo me ablandaba. En un momento casi místico, infinitamente prolongado, comencé a presenciar una serie completa de transformaciones. Aquí yo había demostrado mi faceta más sombría y ahora sólo se me devolvía la luz, la luz del amor y de la compasión. Comprendí de un modo muy profundo que las sombras y la luz no pueden coexistir, algo que nunca había entendido antes. Y las sombras existen sólo porque les temo, y las mantengo en la oscuridad, un círculo vicioso. Mi temor erige muros que impide el paso de la luz, aunque la luz está siempre allí mismo. Como alguien que estuvo viviendo en una habitación oscura, no necesito crear la luz, solamente abrir las persianas que cubren las ventanas o los muros, para permitir que penetre el flujo de la luz solar.


Comprendí que si otra persona puede manifestar esa clase de compasión por mi oscuridad interior, quizá yo mismo pueda adoptar idéntica actitud. Puedo comenzar a abrir la ventana, a permitir que entre el brillo de la luz interior, y así comprendo que ya no reina la oscuridad.


Y en la medida en que puedo hacer eso, en la medida en que puedo manifestar compasión por mi propia ignorancia y mi propia oscuridad y mis propios demonios interiores, puedo comenzar a manifestar esa misma compasión y ese amor por otras personas, siempre que manifiesten ante mí sus sombras. Cuando puedo adoptar esa actitud, esta ayuda a liberar a ambos.


Todavía tengo mis demonios interiores que me murmuran: “Eres indigno, conseguiste engañar a la gente de modo que piense que sabes algo, pero en realidad no sabes nada, y más tarde o más temprano todos advertirán que eres muy estúpido”. Antes, discutía con ellos. O me cubría los oídos y trataba de evitar la entrada de los sonidos, de excluirlos, de fingir que no existían. O los estudiaba y me esforzaba compulsivamente para obtener resultados, tratando de demostrarme a mí mismo y a los otros que los demonios estaban equivocados: “Vean, en realidad no soy estúpido. Miren lo que he conseguido”. Y consagraba mucha energía a apartarlos de mi conocimiento consciente. Ahora, en lugar de mantener en la oscuridad mis demonios, les doy la bienvenida con frases como: “Hola, demonios. Volvemos a vernos. Me alegro de verlos. ¿Cómo han estado?”. Cuando puedo proceder así, los demonios pierden su poder de turbarme según las formas que solían aplicar. Y cuando olvido, la ansiedad y el terror cumplen la función de recordatorios.


Aprendí que no es suficiente mantenerse en contacto con la cólera y expresarla. En cierto modo, esa actitud a lo sumo intensifica los sentimientos y refuerza las emociones negativas. Y no podemos limitarnos a negar, a rechazar, suprimir nuestras emociones negativas, fingiendo que no están allí, y diciendo: “Oh, amo a todos”. Eso también acentúa la oscuridad y el poder que la negatividad ejerce sobre nosotros. Esos sentimientos no pueden ser esquivados, figurada o literalmente. Pero ponerse en contacto con nuestras emociones, incluso la cólera y el odio por otros o por nosotros mismos, es un importante paso inicial hacia lo que realmente puede liberarnos: a saber, el amor, la compasión y el perdón.


En la vida real, el Swami quizá se hubiera enojado y hubiese intentado golpearme a su vez. ¿Quién sabe? El hecho es que él representaba a mi maestro interior, la auténtica personalidad y la paz que todos llevamos en nuestro interior.


El miedo erige paredes interiores que mantienen en sombras a nuestro corazón, no sólo en un nivel personal sino también en el plano político y social. En su libro titulado Faces of the Enemy, Sam Keen explica cómo tendemos a proyectar nuestro “lado sombrío” –los aspectos de nuestra propia persona frente a los cuales nos sentimos más incómodos- sobre otros individuos, otros países, otras religiones, otros grupos raciales, etc. Al proyectar nuestra oscuridad interior sobre otros, podemos afirmar que no tenemos que lidiar con esos aspectos de nuestra personalidad –hasta que el sufrimiento llega a ser demasiado intenso.


El proceso dinámico que consiste en aprender a demostrar compasión -a causa de mi propia oscuridad y la de otros- es lo que contribuye a que me libere de mi sentido de aislamiento. Es lo que nos libera, lo que nos cura. Y con el tiempo, incluso puede abrir nuestras arterias y no sólo nuestros corazones.


El dolor y el sufrimiento, tanto en la forma de las enfermedades físicas como cuando se manifiestan en la enfermedad cardiaca o en las enfermedades emocionales, por ejemplo la depresión intensa o el sufrimiento espiritual como el odio, pueden ser catalizadores que ayuden a transformarnos según modos que pueden ser profundamente curativos. La meta no es sencillamente revertir las obstrucciones anatómicas. Ninguno de nosotros vivirá eternamente, incluso si tanto los cuidados médicos como los programas de autoayuda a veces originen una ilusión de inmortalidad: “Si amo lo suficiente, o si me atengo a una dieta óptima, jamás moriré”.


A mi juicio, el problema real es cómo podemos sentirnos más libres y más alegres. Cómo abrir nuestros corazones en los planos psicológicos –para crear intimidad- y en los planos espirituales, para desarrollar compasión. Con más precisión, ya somos libres; al conservar nuestro carácter compasivo, podemos cesar de sujetarnos y de limitar nuestra libertad. Podemos vivir mas tiempo gracias a esa actitud, pero ese no es el objetivo principal. Podemos vivir mejor.

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